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ISSN 1989-4163

NUMERO 75 - SEPTIEMBRE 2016

Holmes Orinando en la Calle

Jesús Zomeño

 

     

            Cuando Sherlock Holmes orinaba en la esquina de Baker Street con Glenworth Street, notó que un brazo se le metía entre las piernas y que una mano fuerte le apretaba los testículos con saña, era el inspector Lestrade.

            -Le ruego me disculpe –se excusó Holmes-, entiendo que mi comportamiento es inadecuado, pero he bebido demasiada limonada.

            -Debió ser el azúcar, querido amigo –contestó Lestrade, apretando más fuerte-, debe cuidarse.

            -Estoy de acuerdo, pero la conversación era tan aburrida en casa de la Señora Scott que solo podía distraerme bebiendo su horrible limonada.

            -Esa confidencia no es correcta en un caballero, si me permite opinar, no somos quienes para juzgar a las mujeres.

            -Un hombre se embrutece cuando está meando, tiene razón.

            Lestrade tanteaba los testículos de Holmes porque le llamaba la atención que los tuviera depilados.

            -No debe frecuentar los prostíbulos de Whitechapell, Holmes, compruebo que ha vuelto a infectarse de ladillas.
            -Eso facilita mi concentración. Soy misógino, según The Times, pero lo que de mí no entienden esos periodistas es que soy un caballero desahogado, solo eso. Hago uso de las mujeres bien temprano para que no me distraigan el resto del día –esa afirmación no es del todo cierta, porque el inspector ya ha oído comentarios acerca de su falta de destreza en la cama.

            -El matrimonio es una virtud –le ataja Lestrade, no muy convencido de lo que él mismo opina, ya que se los retuerce un poco más–, es donde el hombre se refleja en calma y sin vicios. Debiera casarse, Holmes.

            -Cuando termine de orinar, quizá me anime –bromea.

            Lestrade sonríe ante la respuesta de su amigo. No deja de ser cierto eso de igualar el amor a una vejiga vacía. Como buen escocés, Lestrade sabe que de un pellejo vacío no se extrae ninguna música y que hay que soplar mucho para que suene la gaita y luego seguir soplando para que pueda mantenerse la melodía, como en el amor; aunque lo malo es que para eso hay que ponerse falda, perdiendo el hombre sus atributos de fuerza y dominio, ya que sin igualarse a una mujer no hay modo de tocar bien el instrumento para que funcione el matrimonio.

            -Espero que me invite a su boda –es lo que dice Lestrade, sin profundizar mas  en lo que ha pensado y que prefiere no compartir.

            -Por supuesto, será mi padrino –Holmes afina la voz cada vez más, porque no sabe como tratar el molesto asunto de que el otro le esté sujetando los testículos, tire de ellos y se los retuerza–, con el permiso de Watson, al que espero que no le moleste.

            -En ese caso, me conformo con ocupar el primer banco de la iglesia.

            -Querido amigo, es usted muy comprensivo, lástima que no encuentre ninguna mujer que le iguale en conocimiento y atención. Pero si la encuentro, yo lo avisaré y procuraré que la ceremonia no sea un martes, día que tengo entendido que su cuñada Moriarty le prepara rosbif de riñones al oporto.

            -No se ría usted de mí –le tira con saña–, el matrimonio reparte el amor en pequeñas costumbres, como los pequeños sorbos de un buen brandy en el paladar adecuado.

            Holmes termina de orinar e intenta darse la vuelta, pero sigue bloqueado por el brazo de Lestrade.

            -Ruego me disculpe, pero Watson me espera.

            -Si quiere le acompaño, me viene de paso.

            -No quisiera distraerle de lo que tenga entre manos.

            -Oh, perdone –por fin lo suelta–, lo confundí con un truhán que orinaba en la calle.
           



 

 

Holmes orinando

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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